Era el día del mayor sorteo de lotería del año en España. Corría diciembre, a tres jornadas de Navidad. En absoluto esperaba yo nunca despertar en plena madrugada, de prisa y corriendo, a mi familia por semejante motivo, que paso a explicar.
Me levanté más pronto que nunca al oír ruidos inconexos, conversaciones en voz muy alta y ladridos de perros. Abrí la puerta del piso y encontré a un bombero tirando de manguera, conminándome a salir urgentemente a la calle, junto con mi familia. Por suerte, nos dio tiempo a ponernos los abrigos sobre los pijamas y a llevar con nosotros la documentación y lo más imprescindible. Digo que me tocó, nos tocó a todos la lotería, porque el incendio, declarado en el sexto piso, obligó, a los propietarios de las plantas situadas por encima de este, a refugiase en las terrazas esperando ayuda, muertos de miedo.
Las familias que vivimos por debajo de esa planta sexta, con infinita precaución, bajamos por las escaleras con el corazón acelerado. El nerviosismo se mezclaba con el sueño, la sorpresa y la solidaridad. Unos vecinos de la calle de enfrente nos regalaron café y mantas. De los otros bloques llegó gente que esa mañana nos acompañó un ratito y luego marchó a trabajar. Una nunca sabe dónde la espera la desgracia
Te acuestas pensando en las preocupaciones del día: el menú de Nochebuena, la colada sin planchar, la jefa que ha pedido esto y aquello la tarde anterior, los compañeros, las amigas…y te despiertas de golpe, alentando a tus hijos, que también tienen miedo, a sobreponerse y salir de inmediato a la calle, al frío y a la noche oscura. Durante varias horas de madrugada heladora hablamos y convivimos en la acera los vecinos de portal y de barrio, con el ruido de fondo y continuo del coche de bomberos sofocando las llamas, frente a las ambulancias que atendían a los vecinos de los pisos altos, rescatados del pavor y del humo por unos bomberos que dominaban su oficio de valientes, y a quienes siempre estaremos agradecidos.
Ese día nos tocó la lotería de volver a casa sanos y salvos, solo con alguna leve intoxicación por humo algunos mayores. Las jornadas siguientes el olor a quemado se apreciaba en la entrada del portal, en el ascensor, en las casas…un hedor horrible a papel abrasado, como a pescado ahumado, a madera carbonizada, a destrucción, a peste, a sustancias de mil materiales tóxicos completamente destruidos.
Pero el seguro de la comunidad y el de hogar del piso siniestrado obraron el milagro de hacer desaparecer durante el mes siguiente, el olor insoportable, la pintura de los descansillos tiznada enteramente de negro, las puertas rotas, los suelos oscurecidos, los techos desconchados, el agua salvadora y el líquido de las mangueras, que anegó el piso quinto y el cuarto, la fachada requemada y tantos otros desastres ocurridos. Por casualidad, vi a varios obreros, las posteriores semanas, llenando el ascensor de maderas quemadas, de muebles podridos, de bolsas de basura que seguían oliendo a chamusquina, provenientes del piso incendiado, del que no se pudo recuperar nada y cuyos propietarios, afortunadamente, salieron ilesos. Y un par de veces, muy temprano, me topé con el perito de la compañía de seguros que se estaba haciendo cargo de todos los daños físicos ocasionados por el fuego. Evaluaba la situación y consiguió que el desalojo de enseres del piso y las obras de restauración se llevaran a cabo con celeridad.
Por suerte, el propietario de la vivienda arruinada y la comunidad de vecinos habíamos contratado seguro al comprar las viviendas. El dinero de esas cuotas de seguro de hogar resultó ínfimo, comparado con el estropicio generado a las viviendas afectadas y a la fachada del edificio. Parecía ridículo el importe de cada mensualidad, incluso el de la anualidad, en contraste con el espectáculo de niños y ancianos tiritando de frío bajo mantas de aluminio o prestadas, en comparación también con el rescate de decenas de personas despertadas en mitad de la noche, huyendo escaleras abajo de un peligro inminente y sorpresivo.
El seguro se hizo cargo de todos los gastos de limpieza y obras del inmueble, así como de trabajos e inconvenientes diversos. Los vecinos solo tuvimos que suspirar de alivio, tragar saliva, esperar unas horas hasta que desaparecieron las llamas, y subir de nuevo a nuestros pisos, para desayunar caliente, tazas de café y tostadas, aún temblorosos y helados de frío, dando vueltas mentalmente al peligro que habíamos corrido, a las palabras de aliento escuchadas y proferidas, a las sonrisas de amistad, al miedo compartido.
Nadie se ha arruinado nunca por pagar las cuotas del seguro, pero muchos han enfermado o muerto por no disponer del mismo.
Teresa Álvarez Olías
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